Estar rodeada de plantas, observar sus formas, texturas y
colores, así como las diferentes formas de vida que las rodean me produce
tranquilidad. Quizás porque cuando estoy entre ellas no oigo el ruido del tráfico,
ni de las excavadoras, ni de mis estudiantes bulliciosos. Las plantas no me regañan,
me dan la bienvenida y me invitan al sosiego del alma.
Siempre he sentido cierta atracción hacia las plantas, aunque sin
llegar a la obsesión. Mis primeras experiencias con el Reino de los vegetales
se remontan a mi niñez. Cada año, cuando llegaba el buen tiempo, mi familia
(padres, hermanos, abuelos, tíos y primos) salía de excursión al campo, y
mientras el resto de los niños hacía el cabra por el monte yo me dedicaba a
recoger flores silvestres que después repartía alegre y orgullosamente entre
las mujeres de mi familia. Aunque, secretamente, la principal destinataria de
tan hermoso ofrecimiento era mi madre, siempre pensé que ninguna de las mujeres
allí presentes debía quedarse sin su ramito de flores.
Al pasar los años mi interés por los vegetales continuó, pero el tamaño del piso de mis padres no lo dejó crecer demasiado. Aún así probé germinar semillas diversas en macetas (sin demasiado éxito, todo hay que decirlo), transplantar los cactus de mi abuelo (hacerlo sin pincharse se convirtió en mi nuevo reto) y soñar con algún día tener mi propio jardín o huerto en casa.
Y mientras me dedicaba a otras cosas, y casi sin quererlo ni buscarlo, mi sueño se hizo realidad, al menos en parte porque lo del huerto aún no se ha materializado. Ahora estoy en mi segunda casa con jardín propio. En realidad es un proyecto en progreso, pero como ya sabemos muchos, disfrutar del camino es lo que hace que el destino valga la pena.
Y con este pensamiento y una foto de mi proyecto en curso, os doy la bienvenida a mi blog.
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